¿Te cuesta levantarte del sillón? ¿Nunca cumples la promesa de fin de año de comenzar a hacer ejercicio y cambiar de hábitos? ¿Nunca te levantas cuando te pones el despertador para ir a correr? ¿A qué se debe esta falta de motivación? Quizás gran parte de la culpa provenga de nuestros genes. Al menos de acuerdo con estudios aún preliminares en animales, en los que investigadores de la Universidad de Carolina del Norte sugieren que la genética podría predisponernos a la pereza. Los investigadores han publicado el trabajo en la revista “American Journal of Physiology”. Por supuesto, aunque los ratones son buenos modelos para gran parte de la biología humana, los resultados deberían replicarse en humanos.
Investigaciones como ésta podría ser un paso importante en la identificación de las causas adicionales para la obesidad en los seres humanos, sobre todo teniendo en cuenta los aumentos dramáticos en la obesidad infantil alrededor del mundo. Según los investigadores, sería muy útil saber si una persona está genéticamente predispuesta a una falta de motivación para hacer ejercicio, ya que podría hacerlos más propensos a crecer obesos.
Roedores supercorredores
Con ratones especialmente criados y seleccionados de acuerdo con sus niveles de actividad, los investigadores han identificado 20 lugares diferentes del genoma que trabajan en conjunto para influir en los niveles de actividad (en concreto, genes relacionados con la puesta en marcha de la actividad). Es la primera vez que se identifican estas áreas genéticas y la primera vez que se descubre que éstas funcionan en concierto.
El equipo ubicó ratas en jaulas con ruedas para correr (sutil sugerencia para que puedan comenzar a hacer ejercicio) y durante 6 días registraron la cantidad de tiempo que cada una empleaba para correr. A continuación, cruzaron a machos y hembras de entre los 26 ejemplares que más corrieron y, por otra parte, también a ejemplares de los dos sexos de las 26 ratas que menos corrieron. Este proceso fue repetido a través de 10 generaciones. Posteriormente, se comprobó que la línea de ratas corredoras corría de manera voluntaria 10 veces más que la línea de ratas perezosas. Lo más curioso es que, mientras las ruedas de los ratones propensos a la actividad giraban sin cesar, algunos de los ratones sedentarios habían ideado maneras ingeniosas de evitar la actividad. Uno de los ratones, por ejemplo, utilizó virutas de madera alrededor de la rueda y la convirtió en una cama. Parece mentira, pero es cierto.
Aunque los niveles de actividad de los animales no pueden atribuirse totalmente a los genes, los investigadores calculan que sí pueden influir en un 50%. Lo cierto es que, una vez que los investigadores habían creado a sus ratas “supercorredoras” y a sus ratas “de sofá”, se detectaron diferencias en los niveles de mitocondrias, encargadas de suministrar la mayor parte de la energía necesaria para la actividad celular.
El papel de las mitocondrias
Otras investigaciones que también han llegado a la conclusión de que parte de la pereza podría ser genética se han centrado, de hecho, en las mitocondrias. Investigadores norteamericanos acaban de publicar en la prestigiosa revista “Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias” un artículo en el que describen que la desactivación de dos genes en los músculos de ratones limita gravemente su actividad, específicamente, su capacidad para funcionar.
Los genes están asociados con una importante proteína, denominada AMPK, que está implicada en muchas acciones diferentes en nuestras células y que se activa durante el ejercicio. Los investigadores desactivaron estos dos genes en los músculos esqueléticos de los ratones (los músculos que podemos controlar, como los que movemos los brazos y las piernas). Estos genes permiten a los músculos producir energía a partir de azúcares. La diferencia entre los dos grupos de ratones se detectó de forma inmediata mediante el análisis del movimiento de ambos. Una mirada profunda a los músculos de los roedores permitió observar que los ratones con un defecto en AMPK presentaban niveles mucho más bajos de energía. Esta pérdida, en teoría, afecta a la capacidad de las células musculares para utilizar los azúcares durante el ejercicio.
El caso es que cuando los ratones carecen de dichos genes, los animales tienen menos niveles de mitocondrias y a sus músculos les cuesta más absorber la glucosa mientras se ejercitan. Cuando practicamos deporte regularmente, aumentan el número de mitocondrias en los músculos, mientras que si no hacemos ejercicio la concentración de estos componentes de las células se reduce. E aquí la relación de la actividad con las mitocondrias. Y es un pez que se muerde la cola, porque si reducimos el nivel de actividad física, el volumen de mitocondrias de nuestros músculos desciende. Por lo tanto, cada vez nos cuesta más hacer ejercicio físico. Moraleja: seamos rebeldes con nuestra genética, por el bien de nuestro corazón.
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